24 dic 2007

Prueba otra vez

Andrea era en octavo, cuando la conocí, una chiquilla desgarbada, con una cara de ángel y unos hipnóticos ojos claros. No recuerdo cuando fue, pero sí sé que antes de llegar a las vacaciones de navidad, mis sentimientos por ella eran ya los que habrían de ser hasta el presente. Tímido yo, y tímida ella, me pasé aquel curso viéndola de una manera muy sutil ofrecer a un macarrilla todo lo que yo quería, y lo que ni siquiera se me ocurriría pedirle. No hice nada. Ella me veía. Siempre he sido discreto como unos fuegos artificiales, pero no hice nada. Simplemente lo supo. Para mi desgracia, era una buena persona, y no me rechazó con una burla ni adoptó una actitud tan infantil como es de esperar a esas edades. Peor para mí. Si hubiera sido como las otras, no habría tardado en olvidarla ni una evaluación.

A lo largo de los años siguientes, en el instituto, consciente de lo evidente que era ya, puse palabras a sus intuiciones, en forma de frases titubeantes y entrecortadas o en forma de poesías adolescentes. Siempre fue buena persona. Siempre adorable, capaz de soportar un 14 de febrero de poema y flor, sonreir, dar las gracias, y seguir manteniendo su actitud hacia mí, de profundo respeto. Si había lástima, nunca me la demostró. En ese sentido tuve mucha suerte.
Una vez incluso me invitó a su cumpleaños. No se si me emborraché con el alcohol o con la euforia, pero después de salir de su casa, fui dando tumbos hasta caer de bruces en mi bar habitual. Afortunadamente, casi todo el ridículo del que soy capaz en esas condiciones, lo hice fuera del alcance de sus sentidos.
Durante todo este tiempo no supe nunca de su vida sentimental. Tuvo amigas muy cercanas, y algunos amigos, pero ningún novio. Ese desconocimiento pudo ser ceguera mía, consideración suya, o la simple inexistencia del objeto.

Casi diez años después, la encuentro de frente en el pasillo de la leche de un centro comercial. El primer impulso es dar la vuelta antes de que me vea, y hacerme el loco, mientras escapo lo más rápido posible a lo largo de la línea de cajas hasta el punto más lejano de aquel donde la he visto. Mientras las ideas y los sentimientos se cruzan como fogonazos a través de mi cuerpo, mi cerebro dice que estoy parado, petrificado, pero en realidad, se ha olvidado de dar a las piernas la orden de parada, y he seguido avanzando inexorablemente hacia ella. No estoy preparado para verla, y menos para saber de su vida. En ese punto salgo de una frustrante relación y no estoy en condiciones todavía de alegrarme por la felicidad de nadie. Acuso de recibo. Ahora sé que ella también me ha visto. Sin querer, ni poder evitarlo, voy escudriñando su carrito mientras avanzo, y veo una compra demasiado responsable para una chica que vive sola y sin preocupaciones.
En la parte delantera del carrito, ocultando parte de la mercancía, un paquete ahorro de ese preparado soluble de cacao… que me impide ver los pañales y la papilla hasta que es demasiado tarde como para poder camuflar la expresión de estupor en mi cara.
Me recompongo en un tiempo que a mí me parece breve, y consigo cambiar el gesto y empezar a mover los labios.
-¡Hola! Hacía siglos…
-¡Hola! ¿qué tal? si que es verdad, hacía muchísimo que no nos veíamos.
-Yo bien, haciendo lo de siempre, un poco de nada, ya sabes, ¿y tú?
-Ya me ves, haciendo la compra para la familia
Seguimos hablando de las cuatro cosas de siempre, lo más recurrente en estas ocasiones, pero sin contarnos mucho de la realidad de nuestro pasado reciente, hasta ser interrumpidos por un chiquillo de ojos claros que corre gritando “Mamáaaaaaa” hasta chocar de cabeza contra el muslo derecho de ella. Se que es suyo, es obvio, pero lo hubiera sabido aunque no lo hubiera visto con ella. Tiene esos ojos.
Un niño de cuatro años no aparece gritando solo por el pasillo de la leche después de unos minutos sin la vigilancia de alguien responsable de él. Levanto la vista y veo a aquel macarrilla de octavo, que empuja una silla de bebé, ocupada por una nena que absorbe todo lo que ve con sus ojos grandes y abiertos, como un festín de sensaciones.
Nos miramos. Se que es él, aunque en realidad, a segunda vista, no es aquel macarrilla de octavo, sino otro diferente. No hay nada de amabilidad en su mirada, ni hacia mí ni hacia ella. Su lenguaje corporal al empujar la silla de bebé, es más el de un esclavo hebreo bajo el látigo que el de un padre orgulloso.
-Os voy a presentar: Alberto… Fran… Fran es un amigo del colegio.
-Hola Fran.
-Encantado.
Alberto no quiere a su familia, ni siquiera a sus hijos, y tampoco me quiere a mí cerca de ellos. Tenía una buena vida, saltando de cama en cama, contando sus penas con su pose de chico alienado, desbordado por la existencia misma, rebelde sin causa ni implicación, capaz de hablar de todo desde la esquina del cinismo, con su mirada fría de incapacidad emocional, con esa manera de hacerse el distante y el interesante que camufla el verdadero deseo de meterse en las bragas de cualquier chica con la que le puedas ver hablando. Del tonteo al recreo, ha pasado por varios de los grados de relación con las drogas. Sabe encontrar una razón para buscar jaleo con quien quiera, por la razón que sea. Una mirada basta. Como una mirada mía me basta para saber todo eso de él.
Seguramente ella, con su inclinación por las balas perdidas, lo descubrió en algún momento en el que él era débil y mostraba su humanidad. Después de aquel momento en el que lo compartieron casi todo, ella fue viendo más, pero no quiso dejarse influenciar y se mantuvo en la esperanza de poder sacarle esa humanidad a flor de piel. Ya cambiará.
Con la misma paciencia infinita que demostraba conmigo, le perdonó las pérdidas de papeles, las infidelidades, los vicios, y le perdonó que la separase de sus padres y hermanas, de sus amistades, a quienes nunca quiso escuchar cuando le hablaban de él.
Una mañana, en el cuarto de baño del piso que compartían, el color rosa la volvió blanca de miedo. Esa primera bofetada que le dio la realidad, era el anticipo de otras que no vendrían de la misma fuente. Tuvo mucho miedo. Terror. Estaba lista para hacer las maletas cuando él, al ir a tirar algo a la papelera del baño, descubrió todo.
Por última vez en su vida, reaccionó de la forma en que se espera de una persona de su edad. La cogió de la mano y le juró que iba a cambiar.
Su intención no duró más allá de lo que tardó en verla a ella vomitar por su primera náusea, y empezar a engordar.
La poderosa inercia, que arrastra las vidas de las personas junto con sus inseguridades, los llevó a casarse. Es mejor para el niño, se decían. Y sonó Wagner.
La niña ya solo es un accidente más. Lluvia sobre mojado.
Él sale a las 5 de trabajar, pero nunca llega antes de las 10, oliendo a alcohol, a tabaco, solo o mezclado, y a cuernos. Sus ojos cada vez más vacíos, solo se encienden cuando ella le reprocha algo. O cuando ella encuentra un amigo del colegio en el pasillo de la leche en un centro comercial.
Nos despedimos, deseándonos suerte y felicidad. Realmente lo deseo, casi como quien espera el efecto de un mantra. Se que ella también me lo desea a mí. Ya nos veremos, decimos, pero seguramente será por casualidad, porque no nos hemos intercambiado los números de teléfono. No procede.

Una avalancha de sentimientos se va desplomando pesada y peligrosamente por la ladera de mi pensamiento mientras, ahora si, me alejo todo lo que puedo de Andrea y su familia. Solo espero que no empiece también a llover, al menos no antes de que llegue a mi casa. Hago el camino mientras rumio mis impresiones y mis conclusiones sobre él.
Quiero estar equivocado, y me digo que soy injusto prejuzgándolo, y que mi intuición me ha fallado otras veces y es posible que en este caso esté viendo lo que quiero ver.

Casualmente, no tardo mucho en volverla a ver, un lunes a las nueve de la mañana, esta vez sola, alejándose de la puerta de un colegio mientras empuja el coche de la nena de una manera en que no se sabe quien lleva a quien. A lo lejos me parece notar que ella me ha visto y me esquiva. Parece desmejorada.
No pensé que pudiera adelgazar más sin recordarme a los documentales sobre el holocausto, pero todavía no tiene la expresión de la muerte. No tiene en sus ojos el brillo de una supernova como cuando la conocí en octavo, ni el brillo infantil de la adolescencia, ni el brillo adolescente de la veintena… pero esos ojos no se han apagado del todo aún.
Desocupado y parado para poder permitirme el lujo de estar ese lunes de vuelta a casa, saliendo del último after-hours a las nueve de la mañana, espantosamente sobrio, y con toda la dignidad de que soy capaz, recomponiéndome la ropa, la sigo a gran distancia.
No llego a averiguar el portal siquiera, pero vive en una calle que suele estar en mis rutas de paso hacia varios sitios de la ciudad, así que muchas noches me encuentro pasando por delante de sus ventanas sin ser completamente consciente.

Una noche oigo gritos en el tercer piso de un edificio bastante feo. Se que es ella, pero no tengo ninguna razón explicable para subir y meterme en sus asuntos.
Confuso, sigo escuchando hasta que vuelve la calma.
Con el corazón en un puño vuelvo a casa, mientras pienso en todo tipo de desgracias y parezco complacerme en el masoquismo de esos pensamientos.

Paso muchas noches más por esa calle y me resguardo de miradas en una columna saliente mientras, con los ojos cerrados, centro mi atención en los sonidos, intentando distinguir su voz otra vez entre los ruidos de televisores, gatos y perros, y cubiertos que chocan contra platos y tazas. A veces creo oír algo de jaleo, como si proviniera de una habitación interna de la casa, un niño llorando, o quizá dos, pero no distingo nada con claridad, y la ventana se suele cerrar antes de que pueda profundizar en mi análisis.
Cada vez que paso y me detengo a escuchar me pregunto cual sería el diagnóstico de un psiquiatra, si alguna vez le contase esto a alguno.

Una noche cualquiera, cuando apenas llevo unos segundos apoyado en mi columna, tomando postura, oigo el ruido apagado, pero potente aún, de un disparo.
Como un animal, me precipito hacia ese portal que un día quise abrir. Atravieso la puerta tan rápido, que no me doy cuenta de si la he roto, la he tirado, o si estaba abierta.
No en un puño sino en la boca, el corazón late tan fuertemente que apaga el sonido de mis pasos, y llego al tercer piso antes de tener tiempo de pensar en nada más.
Una puerta abierta. Solo una. Nadie ha salido a la escalera a mirar.
Voy hacia ella. Es ahí, lo se.
Entro en la casa como una bestia, buscando de manera instintiva los focos de luz, donde supongo que encontraré vida humana…
o no.

Ella está boca arriba, con la mirada desesperada, desangrándose en el suelo de la cocina.
A su lado, el niño, también en el suelo y boca abajo, parece ahogarse entre espasmos. La sangre está en las baldosas, en la encimera, en sus pechos y en el gran cuchillo que se ve tirado en una esquina.
Cada vez más alienado, reacciono, aunque no asustado, buscando las piezas que faltan.
Hay alguien con un arma de fuego y puede dispararme.
El otro foco de luz es la habitación matrimonial, donde el padre se retuerce de dolor en el centro de la cama, una pistola humea, y una niña de pié en una cuna llora descarnadamente, agarrada a los barrotes, la cara salpicada de sangre ajena.
Ahora si que me paro.
El padre detiene su baile y se incorpora lo justo para mirarme.
Sigo parado.
Tiene la boca agujereada por ambos lados, más en el lado izquierdo, que supongo que es la herida de salida, y mientras lo observo, pienso y me empiezo a enfriar. Pienso que mañana habrá otro titular en la prensa de los que dicen “Mata a su mujer y a su hijo a puñaladas y luego intenta suicidarse”
Intenta.
-¡¡¡INTENTA!!! – grito.
Ahora me enfrío del todo.
Alberto me mira, medio mareado ya de dolor y por la sangre perdida, pero no se mueve.
Voy a la cocina y cojo los guantes de fregar, y vuelvo a la habitación poniéndomelos.
Cojo la pistola, la pongo en su mano derecha, y se la llevo a la boca abierta. Está mareado, y no se da cuenta de lo que está pasando hasta que en un último instante de consciencia, abre los ojos como platos.
- Prueba otra vez – le digo. Y disparo.
Estoy montado a horcajadas sobre él, que yace boca arriba en su cama de matrimonio.
Sus ojos siguen abiertos, pero ahora muestran pequeños derrames a causa de la contusión provocada por la presión que ejerce el disparo al atravesar el cráneo.
Aún no me creo lo que acabo de hacer. La presencia de una masa gris y roja por la cama y las paredes me ayuda a tomar conciencia de ello. Esta vez no salpica a la niña, que sigue llorando frenéticamente, porque esta vez el ángulo del disparo era diferente. El correcto.
Vuelvo a la cocina, lavo las manos y cuando los guantes están limpios, me los quito y los dejo donde estaban.
De vuelta a la habitación, cojo a la niña en cuello y la intento calmar, mientras marco el número de la policía.
Cuando llegan, estoy en la cocina intentando figurarme como puedo ayudar a Andrea y a su hijo. A fuerza de parar anteriores golpes, la madre tenía más experiencia que el hijo, que no supo cubrirse tan bien, y murió con esos preciosos ojos abiertos, que buscaban en el infinito, mucho más allá del techo de la cocina, una respuesta.

Pasados todos los trámites legales, no nos volvimos a ver.
Nunca ella, ni nadie de su familia, o cercano a ella, dijo que nos conocíamos. Nuestras caras no salieron en la prensa ni en los telediarios. Solo salió la crónica, con un titular un poco diferente de lo habitual.
Se fue con la niña a vivir a otra ciudad, nunca supe a donde.

Años después nos encontramos otra vez en un supermercado. Esta vez los dos doblábamos una esquina. Tan repentino como inesperado.
Nos quedamos mirándonos sin hablar. Vi una lágrima bajar por su mejilla.
Antes de que nos rompiéramos como un cristal con una pedrada, ella se acercó a mi oído, me dio las gracias por todo, me dio un beso y se marchó caminando con su hija cogida de la mano.
-Mamá ¿Quién era ese señor?
-Un amigo del colegio
-Me suena su cara
-Lo habrás visto en la tele, hija.
-¿Es famoso?
-Es actor, pero no es muy conocido. Hace años hizo un papel de ángel de la guarda, pero no era su película. Espero que algún día alguien le de su papel protagonista.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Supongo que parece un poco cruel si lo digo tal cual... pero no siento lástima ninguna por el hombre. Porque no la merece

un beso

Inerzia dijo...

No es cruel. Los adultos de la historia son responsables de sus actos. Lo cruel es que, como en la vida real, hay inocentes que pagan las consecuencias.
Me alegro de verte de vuelta.
Besos.

anilibis dijo...

¿Para cuándo una historia así como de humor negro? Venga, que tú lo vales

Besos

Aräs dijo...

Cruel? Real, tanto q lo he visualizao todo el rato, veo la inmensidad de esos ojos, el lenguaje de esos cuerpos, los agujeros en la jeta de ese cerdo, mis ojos abiertos como platos aplaunden las palabras de un gran actor, de un gran espiritu!
Un placer estar por aquí!

Inerzia dijo...

Ese es el espíritu, Aräs
Caña a esa gentuza.
...y muchas gracias por vuestras palabras y vuestras visitas.
Anilibis: tengo algo negro en mente, o por lo menos gris oscuro.
Está por caer algo nuevo.
Juanjo.