25 abr 2008

...Me negarás tres veces

Un tipo divertido, el primero en beber aunque no tuviéramos edad legal para ello, en fumar tabaco y otras cosas, el alma de la fiesta… Siempre conseguía hacerse un hueco en cualquier reunión, hacerse notar. Una de esas personas que iluminan una habitación cuando entran.
Así era cuando fuimos amigos.

Suyos eran casi siempre los comentarios más epatantes y a menudo también los más graciosos. Todo un animal social, dispuesto siempre a la diversión y el esparcimiento.

Varios profesores del instituto lo trataban por su nombre con familiaridad y confianza, sin temor a que por esto, Borja se les fuera a subir a las barbas. No era el héroe del equipo de ningún deporte, no era el mejor bailarín, ni el más guapo, ni el más cachas, pero sabía ser encantador y estar en medio de todo, y su opinión siempre era tenida en cuenta. Se veía a si mismo, aunque adolescente, como un hombre de mundo, y del mundo.

Para cuando él terminó sus estudios de protocolo en no se qué universidad británica, yo ni siquiera había terminado el bachillerato. Seguíamos en contacto, aunque ya no salíamos de fiesta los fines de semana desde que él se había marchado a estudiar.
Supongo que como yo no evolucioné mucho y me dediqué a hacer voluntariados, militar en esto y en aquello, y manifestarme por todo lo que me importaba y también por lo que no, era inevitable que nos separásemos. Sus nuevos amigos eran mucho más guays que yo, con su ropita planchada, su individualismo uniformado, y sus gustos por las mujeres más elaboradas, por decirlo así. Mis nuevos amigos también eran mucho más guays que él, con sus chapas con mensaje, su ropita arrugada como por descuido, su individualismo uniformado y sus gustos por las chicas más enrolladas.

Cinismo y pose, envidia cochina, ha habido siempre, hay y siempre habrá. A quiere ser B, y B quiere también de otra manera ser A, mientras que C los envidia a los dos, y aquellos envidian a C por otra cosa que él ignora que tiene, y así hasta el fin del abecedario o del tiempo, lo que más tarde llegue.
Se puede ver como dos personas se separan por sus prioridades, por sus principios, pasa cada día, a todo el mundo. Por prejuicios y por muchas otras cosas.
La gente de alrededor lo ve, son testigos de ese dolor silencioso que causa la tijera cuando corta el hilo que una vez fué maroma.
Arrojamos de nuestras vidas aquello que pensamos que no nos conviene o simplemente nos estorba. Borja y yo nos arrojamos mutuamente de nuestras vidas. Ni a él le apetecía escuchar mis elucubraciones, ni a mí ser invitado solamente a la más exterior de las capas de su pensamiento. Hablar de trabajo, de política, de salud, o de cualquier otra cosa demasiado densa, estaba prohibido en su libro de protocolo erótico-festivo nocturno, y a mí el futbol y las letras de los odiados Modestia Aparte siempre me la han traido bastante floja.

Perdí su pista, y supongo que él la mía, y creo que a ninguno de los dos nos importó mucho, por lo menos en la superficie, tán convencidos estábamos de que era el otro el que había cambiado a peor.

Antes de cambiar por tercera vez el primer dígito de mi cuenta vital sentí la necesidad de hacer algo productivo y con futuro que además de llenar mi corazón y el de otros, me llenara el estómago. Carrera, MIR, masters varios…

Mi especialidad en parasitología y mi culo inquieto me llevaron inevitablemente a trabajar en paises tropicales, y al fin en Tailandia, donde nunca faltan casos de malaria para tratar y estudiar. En un país con unos servicios sanitarios como los de aquí, tienes suerte de poder ejercer siendo extranjero, así que pretender dedicarse solo a la propia especialidad es pura ilusión. Atiendo a todo tipo de pacientes con todo tipo de dolencias, desde dolores de estómago hasta picaduras de serpiente, y muchos, muchos, muchos casos de SIDA, de tailandeses o de turistas como Borja.

Cuando oí mi nombre bien pronunciado por primera vez en Bangkok me subió desde la punta de los piés una especie de sacudida eléctrica mezcla entre sorpresa e inquietud. Mi hospital no era precisamente el destino preferente para los turistas que ocasionalmente sufren irritaciones en el estómago, colitis, diarrea, infecciones menores, y cualquier otra cosa que también te puede pasar en una fiesta culinaria de tu propio pueblo, así que me inquietaba pensar en qué persona conocida tendría yo por allí, en mi sucio y precario hospital, donde yo soy mi propio servicio de limpieza y nadie sabe lo que es un esterilizador.

Algo parecido a Borja me miraba desde una silla de ruedas detenida en un pasillo perpendicular al que yo cruzo todos los días de camino a mi consulta, y con su misma verborrea encantadora me atrapó durante unos veinte minutos contándome qué había sido de su vida desde la última vez que nos habíamos visto. Voy a tener cola igualmente delante de mi puerta – pensé – por mucho que corra, por mucho que madrugue siempre tengo una cola interminable de personas que nunca parece disminuir.

Al salir me lo llevé a tomar algo. Sin silla de ruedas, todavía no estaba tán mal como para no poder andar. No fué como en los viejos tiempos, qué duda cabe. Aunque casi 20 años erosionan la más dura de las piedras por poco que sea, hay asperezas y relieves de una relación rota que son aún más duras de limar.

Aún así, lo pasamos bien. Él seguía siendo, al menos en un porcentaje elevado, esa persona que tan bien me caía, tán magnético y popular como había sido siempre.

No quise preguntarle como había sido infectado, en parte porque me lo imaginaba, y en parte porque si él quisiera contarlo, ya lo habría hecho. Cada vez que una prostituta se le acercaba para saludarlo con familiaridad, yo hacía mis conjeturas, pensaba: ¿será esta?

Más tarde, esa misma noche, otra profesional, que probablemente no había tenido su primera menstruación, llegó y se le sentó en el regazo. Parecía drogada, y las marcas de sus brazos apoyaban esta idea. Se sentó y sus manos se deslizaron casi mecánicamente por los hombros de Borja hasta encontrarse tras su cuello. Borja me miró entre consternado y abochornado. La niña lo llamó por el nombre familiar y cariñoso de padre que usan aquí, y mientras llevaba una de las manos del cuello a la entrepierna, le dijo: Hace mucho que no vienes a verme papaito ¿ya no me quieres?

Pensé en todas las cosas malas que había echo en mi vida, y me las empecé a echar en cara una detrás de otra para evitar creerme mejor que él, levantarme de mi asiento y dejarlo allí. Me dije mil veces que no debía montar ninguna escena y que no iba a hacer ningún comentario por lo menos hasta haber salido de aquel antro.

Quiero irme – le dije, y esa fué la última frase de la noche entre nosotros. La última frase de todas nuestras noches juntos, en mil bares, con mil cervezas y copas encima, en rol de cazadores o de presas, daba igual. “Quiero irme” quería decir todo lo que yo tenía que decir, así que no hablé más. Él tampoco lo hizo.

No quiso volver a casa. Aquí en Tailandia se infectó, padeció, murió y fué incinerado. Su equipo en la embajada se hizo cargo de todos los gastos, pero por voluntad del fallecido, decía su testamento, sus cenizas quedaban a mi disposición.

Ahora se que no soy mejor que él. Él cometió sus errores, yo los míos. No me atreví a exponerme a sus historias ni a su filosofía que le permitía hacer lo que había hecho. Quien sabe por qué tenía tanto miedo de escucharlo. Lo había alejado de mí por segunda vez en nuestras vidas y murió en la pensión más sordida del barrio más sucio de Bangkok. Aún quedaba alejarlo una vez más, tirando sus cenizas por encima del tejado del burdel donde fué contagiado, pero no lo hice. Me metí en aquel barrio, y en una calle por la que corría algo de aire menos viciado, dejé caer el recipiente y a medida que los suspiros de vaho caliente fueron esparciéndolo, Borja se empezó a mover en el aire.

No se si llegó al burdel otra vez o no.