12 ago 2008

Una fuga

¡Plic!¡Plic!

Incesante, cansino, agónico.
Atruena mis oidos mientras mi olfato se vuelve a embotar al contacto con el hedor de la galería, hedor que apenas había olvidado al salir al patio, donde a veces percibo una ráfaga extraviada de aire fresco.

¡Plic!¡Plic!

Continúa la gotera. ¡Qué asco de cañerías!…
Mi compañero ronca ahogadamente contra el pútrido amasijo de trapos que usa como almohada desde que cambió la suya por una aguja, completamente ajeno al repiqueteo del agua que se estrella incansable contra la agrietada taza, por la que nuestra mierda, más libre que nosotros mismos, sale al exterior.

Trato de contar los impactos de las gotas en un intento por conciliar otro sueño que no me devolverá a mi realidad más aliviado, sino atormentado por confusas pesadillas que como las gotas, se repiten noche tras noche.

¡Plic!¡Plic!

Estúpido de mí. Siento como un peso asfixiante la sensación de estupidez al recordar lo que me trajo aquí. Como latigazos, mi memoria me devuelve las sensaciones que rodearon aquellos hechos irreversibles: el confuso momento en que acepté transportar ese paquete. El miedo que sentí aquel día por primera vez, como si fuera consciente de que iba a ser ese día, y no otro, cuando se acabasen mis transportes. La ansiedad y el sudor frío cuando buscaba precipitadamente el arma con mi mano torpe y temblorosa para retrasar a balazos lo que sabía inevitable. El horrible vacío en mi ser cuando el primero de los perseguidores que abatí cayó ensangrentado al suelo de aquel aparcamiento.

¡Plic!¡Plic!
¡Estúpido!

¡Plic!¡Plic!
¿Por qué?

¡Plic!¡Plic!
¿Por qué no lo dejé cuando sabía que estaba a tiempo?

¡Plic!¡Plic!

Vuelvo a pensar en el aire del patio, donde suelo caminar por entre montones de basura, pateando lo que encuentro con cuidado de no mancharme o cortarme. Basura animada e inanimada, humana y menos humana, consciente y menos consciente. Basura extrañamente parecida a mí, en la manera en que me percibo ahora, como un ser que una vez tuvo una dignidad humana que ve disiparse día a día en los rincones de este recinto, junto con la dignidad de otros, evaporándose igualmente como un caldo con miles de ingredientes que mancha el suelo y el sol va secando.

¡Plic!¡Plic!

Anhelo un grito desesperado de algún abstinente que rompa la infernal cadencia, un insulto, una riña o los lloriqueos de algún nuevo que piensa que el llanto disuelve los barrotes.

¡Plic!¡Plic!

Seguirá toda la noche, como las anteriores y como las que me quedan, como base de una dolorosa sinfonía cuyas otras voces me resultan casi igual de hirientes.

¡Plic!¡Plic!

Me castiga y marca en fracciones desconocidas el paso de un tiempo que no termina.



(Dedicado a la gente que participó en el CTSMRA 2008)

3 may 2008

La rica taza

Herminia quedó viuda de Jose Luis “el mejillón”, hace treinta años. Una tormenta se los llevó a el y a su tripulación cuando faenaban en aguas costeras. “El Pescaito” se hundió sin dejar siquiera un trozo de madera a flote o una mancha de aceite de su motor.

La pensión de viudedad del estado y el fondo de pensiones que habían contratado cuando él vivía servían ya de mucho, pero además, la viuda contaba con una indemnización de siete millones que el patronato de pescadores de la región tenía prevista para estos casos, lo que la convertía en una apetecible viuda.

Tuvo varios amantes mientras su cuerpo los aguantó, rudos marineros la mayoría, sudorosos y con olor a pescado, pero ninguno llegó a oler nada de ese dinero, que ella supuestamente guardaba para cuando no se pudiera valer por si misma.

Los años pasaron y Herminia seguía viviendo con lo más necesario, sin ningún tipo de ostentación, casi se podría decir que miserablemente a veces. Llego un punto en que Herminia dejó de salir de su finca, donde tenía casa, agua, carne, frutas, verduras y todo lo que necesitaba para vivir. La última vez que se le vió fuera de su finca fue el dia en que fue al banco a pedir todo su dinero. En el banco le dijeron que era una locura guardar casi trece millones de pesetas en casa, pero ella no atendía a razones, así que una semana más tarde, y con la máxima discreción posible, tal y como ella había pedido, un furgon blindado se detuvo delante de su puerta trasera y un hombre de uniforme marrón le entregó tres sacos también marrones donde iban todos sus ahorros.

La pobre vieja, probablemente a causa de su senilidad, metió los billetes todos sueltos en el único sitio donde nadie miraría para buscarlos: el retrete. Un retrete que ella misma había dejado sin agua corriente, había desinfectado y al que había puesto un tapón de cemento en el fondo. Guardó su tesoro y siguió su vida normal. El dinero no fue tocado para nada en años, y ella tampoco salió a la calle durante ese tiempo, de modo que llegó el momento en que se dejó de hablar de ella. No pagaba agua porque tenía pozo propio, no pagaba impuestos porque no salía a la calle, y no pagaba luz porque no tenía aparatos eléctricos en casa, y se alumbraba con velas.

Una noche se despertó creyendo oir un ruido y se levántó de la cama para comprobar si el dinero seguía en su sitio. Levantó la tapa del rico retrete y observó con satisfacción que todo estaba en orden, pero al bajarla tropezó con la vela que le daba luz y la tiró en la taza. Herminia, tan rápido como sus reflejos de octogenaria se lo permitían, recogió la vela y la tiró lejos de sus preciados billetes, con tán mala suerte que algunos de los billetes que ya estaban inflamados le prendieron fuego en su camisón. Desesperada, se llevó las manos a la cabeza, intentó salvar billetes, apagarlos con agua o con una toalla, pero todo aquello que tocaba ardía también.

Herminia fué encontrada calcinada entre los restos de su casa, que ardió hasta los cimientos; fue encontrada aferrandose a una taza de water, a un miserable retrete lleno de cenizas de papel.

(Texto de la colección "El Goto Agrio" creado para el programa de radio homónimo, emitido durante los años 90 en RadioQK - Oviedo.
Este texto en concreto es parte de un ciclo dedicado a los 7 pecados capitales. Adivina de cual se trata)

25 abr 2008

...Me negarás tres veces

Un tipo divertido, el primero en beber aunque no tuviéramos edad legal para ello, en fumar tabaco y otras cosas, el alma de la fiesta… Siempre conseguía hacerse un hueco en cualquier reunión, hacerse notar. Una de esas personas que iluminan una habitación cuando entran.
Así era cuando fuimos amigos.

Suyos eran casi siempre los comentarios más epatantes y a menudo también los más graciosos. Todo un animal social, dispuesto siempre a la diversión y el esparcimiento.

Varios profesores del instituto lo trataban por su nombre con familiaridad y confianza, sin temor a que por esto, Borja se les fuera a subir a las barbas. No era el héroe del equipo de ningún deporte, no era el mejor bailarín, ni el más guapo, ni el más cachas, pero sabía ser encantador y estar en medio de todo, y su opinión siempre era tenida en cuenta. Se veía a si mismo, aunque adolescente, como un hombre de mundo, y del mundo.

Para cuando él terminó sus estudios de protocolo en no se qué universidad británica, yo ni siquiera había terminado el bachillerato. Seguíamos en contacto, aunque ya no salíamos de fiesta los fines de semana desde que él se había marchado a estudiar.
Supongo que como yo no evolucioné mucho y me dediqué a hacer voluntariados, militar en esto y en aquello, y manifestarme por todo lo que me importaba y también por lo que no, era inevitable que nos separásemos. Sus nuevos amigos eran mucho más guays que yo, con su ropita planchada, su individualismo uniformado, y sus gustos por las mujeres más elaboradas, por decirlo así. Mis nuevos amigos también eran mucho más guays que él, con sus chapas con mensaje, su ropita arrugada como por descuido, su individualismo uniformado y sus gustos por las chicas más enrolladas.

Cinismo y pose, envidia cochina, ha habido siempre, hay y siempre habrá. A quiere ser B, y B quiere también de otra manera ser A, mientras que C los envidia a los dos, y aquellos envidian a C por otra cosa que él ignora que tiene, y así hasta el fin del abecedario o del tiempo, lo que más tarde llegue.
Se puede ver como dos personas se separan por sus prioridades, por sus principios, pasa cada día, a todo el mundo. Por prejuicios y por muchas otras cosas.
La gente de alrededor lo ve, son testigos de ese dolor silencioso que causa la tijera cuando corta el hilo que una vez fué maroma.
Arrojamos de nuestras vidas aquello que pensamos que no nos conviene o simplemente nos estorba. Borja y yo nos arrojamos mutuamente de nuestras vidas. Ni a él le apetecía escuchar mis elucubraciones, ni a mí ser invitado solamente a la más exterior de las capas de su pensamiento. Hablar de trabajo, de política, de salud, o de cualquier otra cosa demasiado densa, estaba prohibido en su libro de protocolo erótico-festivo nocturno, y a mí el futbol y las letras de los odiados Modestia Aparte siempre me la han traido bastante floja.

Perdí su pista, y supongo que él la mía, y creo que a ninguno de los dos nos importó mucho, por lo menos en la superficie, tán convencidos estábamos de que era el otro el que había cambiado a peor.

Antes de cambiar por tercera vez el primer dígito de mi cuenta vital sentí la necesidad de hacer algo productivo y con futuro que además de llenar mi corazón y el de otros, me llenara el estómago. Carrera, MIR, masters varios…

Mi especialidad en parasitología y mi culo inquieto me llevaron inevitablemente a trabajar en paises tropicales, y al fin en Tailandia, donde nunca faltan casos de malaria para tratar y estudiar. En un país con unos servicios sanitarios como los de aquí, tienes suerte de poder ejercer siendo extranjero, así que pretender dedicarse solo a la propia especialidad es pura ilusión. Atiendo a todo tipo de pacientes con todo tipo de dolencias, desde dolores de estómago hasta picaduras de serpiente, y muchos, muchos, muchos casos de SIDA, de tailandeses o de turistas como Borja.

Cuando oí mi nombre bien pronunciado por primera vez en Bangkok me subió desde la punta de los piés una especie de sacudida eléctrica mezcla entre sorpresa e inquietud. Mi hospital no era precisamente el destino preferente para los turistas que ocasionalmente sufren irritaciones en el estómago, colitis, diarrea, infecciones menores, y cualquier otra cosa que también te puede pasar en una fiesta culinaria de tu propio pueblo, así que me inquietaba pensar en qué persona conocida tendría yo por allí, en mi sucio y precario hospital, donde yo soy mi propio servicio de limpieza y nadie sabe lo que es un esterilizador.

Algo parecido a Borja me miraba desde una silla de ruedas detenida en un pasillo perpendicular al que yo cruzo todos los días de camino a mi consulta, y con su misma verborrea encantadora me atrapó durante unos veinte minutos contándome qué había sido de su vida desde la última vez que nos habíamos visto. Voy a tener cola igualmente delante de mi puerta – pensé – por mucho que corra, por mucho que madrugue siempre tengo una cola interminable de personas que nunca parece disminuir.

Al salir me lo llevé a tomar algo. Sin silla de ruedas, todavía no estaba tán mal como para no poder andar. No fué como en los viejos tiempos, qué duda cabe. Aunque casi 20 años erosionan la más dura de las piedras por poco que sea, hay asperezas y relieves de una relación rota que son aún más duras de limar.

Aún así, lo pasamos bien. Él seguía siendo, al menos en un porcentaje elevado, esa persona que tan bien me caía, tán magnético y popular como había sido siempre.

No quise preguntarle como había sido infectado, en parte porque me lo imaginaba, y en parte porque si él quisiera contarlo, ya lo habría hecho. Cada vez que una prostituta se le acercaba para saludarlo con familiaridad, yo hacía mis conjeturas, pensaba: ¿será esta?

Más tarde, esa misma noche, otra profesional, que probablemente no había tenido su primera menstruación, llegó y se le sentó en el regazo. Parecía drogada, y las marcas de sus brazos apoyaban esta idea. Se sentó y sus manos se deslizaron casi mecánicamente por los hombros de Borja hasta encontrarse tras su cuello. Borja me miró entre consternado y abochornado. La niña lo llamó por el nombre familiar y cariñoso de padre que usan aquí, y mientras llevaba una de las manos del cuello a la entrepierna, le dijo: Hace mucho que no vienes a verme papaito ¿ya no me quieres?

Pensé en todas las cosas malas que había echo en mi vida, y me las empecé a echar en cara una detrás de otra para evitar creerme mejor que él, levantarme de mi asiento y dejarlo allí. Me dije mil veces que no debía montar ninguna escena y que no iba a hacer ningún comentario por lo menos hasta haber salido de aquel antro.

Quiero irme – le dije, y esa fué la última frase de la noche entre nosotros. La última frase de todas nuestras noches juntos, en mil bares, con mil cervezas y copas encima, en rol de cazadores o de presas, daba igual. “Quiero irme” quería decir todo lo que yo tenía que decir, así que no hablé más. Él tampoco lo hizo.

No quiso volver a casa. Aquí en Tailandia se infectó, padeció, murió y fué incinerado. Su equipo en la embajada se hizo cargo de todos los gastos, pero por voluntad del fallecido, decía su testamento, sus cenizas quedaban a mi disposición.

Ahora se que no soy mejor que él. Él cometió sus errores, yo los míos. No me atreví a exponerme a sus historias ni a su filosofía que le permitía hacer lo que había hecho. Quien sabe por qué tenía tanto miedo de escucharlo. Lo había alejado de mí por segunda vez en nuestras vidas y murió en la pensión más sordida del barrio más sucio de Bangkok. Aún quedaba alejarlo una vez más, tirando sus cenizas por encima del tejado del burdel donde fué contagiado, pero no lo hice. Me metí en aquel barrio, y en una calle por la que corría algo de aire menos viciado, dejé caer el recipiente y a medida que los suspiros de vaho caliente fueron esparciéndolo, Borja se empezó a mover en el aire.

No se si llegó al burdel otra vez o no.